Sucedió en el bosque de una reserva natural que previamente había visitado; aquella vez quedé pasmado de lo maravilloso que era ese lugar. Siempre fui una persona que consumió estando acompañado de otros y generalmente en mi barrio, donde sentía que el ambiente era repetitivo, mundano y que me cautivaba un patrón de inconformidad en los viajes que debía cambiar… es difícil explicarlo, pero creo que la naturaleza me llamaba a que me encuentre con ella a experimentarla.
La reserva natural se encuentra a 20 minutos a pie de una estación de tren, en ese lapso de tiempo hacia el lugar idealicé lo quería construir en el viaje, una mediación de mis pensamientos y corrección de mis emociones; en cierto modo estaba preparando mi interior y purificando mi ser. Sabía que iba a ser el primero de mis viajes estando solo y que sería muy especial por la conexión conmigo mismo que eso generaría.
Faltando 5 minutos para llegar al lugar consumí el cuadro. Sentí que era el momento de hacerlo y que tardaría en surtir efecto. Adentrándome hacia la reserva por una zona de vías de tren saqué mis auriculares y comencé a escuchar música electrónica que ya tenía preparada para la ocasión (chillstep). Siempre supe que hay una conexión muy fuerte entre la imaginación, los pensamientos de las experiencias psicodélicas y la clase de música que se escucha en ella, así que comencé a caminar hacia el interior del bosque y a dejarme llevar por el presente.
De pronto la música cambió, dejó de ser un conjunto de sonidos en mi oído. Mi mente eliminó el concepto de música y la percibía de una manera como nunca la creí posible, sin barreras ni etiquetas que filtraran el significado que ella cargaba. Sentí como si fuera la primera vez que oía un sonido y me maravillaba con eso, estaba libre de mi mente, libre de interpretaciones y eso me permitía sentir en esencia todo mí alrededor, poder apreciar intensamente todo mi entorno. Cada vibración y cada sonido eran un éxtasis salpicando colores en mis sentidos, me desbordaban de estímulos y sensaciones. Lograba sentir el gusto de una frecuencia grave mezclándose con una aguda; como si dos elementos de igual naturaleza navegaran en mi boca y chocaran entre sí. La sinestesia estaba dentro de mí.
Pasaba mi mano frente a mis ojos y veía el remanente que ellas dejaban como si mi piel desprendiera una bruma de energía. Esa neblina la veía en cualquier movimiento que surgía a mi alrededor, la rama de un árbol que se mecía, las hojas que caían de ellas y su trayectoria eran un espectáculo. La música le daba forma a cada objeto que miraba, las notas musicales bajas ensanchaban las formas y las altas las contraían. Tatuaba fractales con mis ojos a las plantas, al cielo y especialmente a las cortezas de los árboles que veía como laberintos naturales que se formaban en los troncos creando patrones de colores grisáceos y amarillentos. Tuve curiosidad por ir aún más allá y apoyé mi mano sobre la corteza de un árbol mientras cerraba los ojos (quería mantener la atención en mi interior), y en ese momento me empezó a invadir un sentimiento de unidad, de amalgamamiento y sinergia que me estremeció. Sentía en mis yemas cómo el relieve del árbol se plegaba y cambiaba de forma; su energía era tan evidente, tan transparente que parecía que siempre estuvo ahí esperando ese momento. Cuando abrí los ojos pude ver mi mano que seguía apoyada sobre él, pero ya no era la misma sensación de la piel posada en cualquier superficie sólida. La realidad estaba distorsionada por completo y mi mano comenzó a derretirse sobre la corteza. Mi imaginación volaba; veía un líquido rosáceo recorrer los surcos y grietas del árbol como si fuera una resina, era la piel de mis dedos fusionándose con esa entidad vegetal.
No solo fue sorprendente experimentarlo, sino que marcó un punto y aparte de lo que sería la experiencia. Me di cuenta que mi ego había sido disuelto por completo porque no me percibía más a mí mismo como una individualidad, como la persona que creía ser, sino que mis sentidos iban más allá de los límites de mi cuerpo. El “yo” era una creencia que se diluyó en mi mente, mi alma formaba parte de “ellos”, de cada objeto mineral, vegetal o animal que me rodeara. Todo estaba en movimiento, todo me hablaba y quería mi atención para perpetuarse en mí. Me sentía un imán de materia y un espejo del tiempo. Estuve y estaba. Mi presencia estaba aquí y allá porque no había espacio que me separa de nada, todo estaba unido. Imaginaba los insectos, las flores, las ramas y las piedras como gotas de agua en un océano y yo un pez que nadaba sobre ellas.
Saborear y oler el viento era exquisito. Memorias no paraban de llegarme y hacían que mi atención esté fragmentada en cada recuerdo; estaba en mi infancia, en mi jardín, la escuela, en las vacaciones pasadas y cada uno de esos lugares venía cargado de emociones. Lloraba de felicidad por la electricidad de la vida que dentro de mí recorría. Estaba en cada recóndito rincón de mi memoria.
No quería dejar de sumergirme en mi conciencia, así que decidí mirar al cielo y dejar que mis pupilas escucharan la infinidad de la luz que acariciaban las nubes, pero ya no eran figuras esponjosas en el cielo, veía romboides y triángulos celestiales encajando una y otra vez sin cesar. Definitivamente era ver un caleidoscopio lumínico en el firmamento.
Me preguntaba: ¿Hasta qué punto es mi imaginación la que crea esto? Porque sabía que lo que estaba experimentando era una realidad, igual y paralela a la que vivimos todos. Quizás superpuesta. Entendí que la realidad es la que crea uno. El viaje es un acto de creación divina, de introspección y de auto-conocimiento. Supe que todo eso que observaba provenía de mi interior y de lo más profundo de mi alma, y que era una manera de que mi alma se comunicase consigo misma.
— Ilustración de Eduardo Rodriguez Calzado —