El día estaba soleado cuando mi amigo y yo llegamos al campo. Cielo azul, clima cálido y nubes blancas en el horizonte. Era casi mediodía cuando comimos nuestras porciones. 2g de hongos psilocibes para cada uno. El sabor era amargo y nos ayudamos de bastante agua para pasarlo sin saborear. Según nuestro proveedor, la cepa era Mazatepec. No habíamos probado aún esa variedad, no conocíamos su potencia, por eso la cantidad que ingerimos fue de 2g.
Íbamos a paso lento por un camino de tierra, teníamos a nuestra derecha cerros rocosos y a nuestra izquierda una pendiente que terminaba en un riachuelo lleno de vegetación. De vez en cuando pasaba gente montando a caballo o algún vehículo levantando tierra y polvo. Nos dirigíamos hacia unas cataratas que son centro atractivo de la zona y en el camino los efectos se iban haciendo presentes. Primero lo notamos en los colores. Las rocas del camino, el cielo y las plantas brillaban con intensidad. Luego en las montañas, que comenzaban a respirar y formar ondas al ritmo que nos movíamos. Nos detuvimos un momento para admirar el paisaje. Parecía una pintura muy detallada, era una obra de arte en vida. Montañas bordadas de vegetación colorida (como colchas con motivos navideños), la carretera bordeando las subidas y carros que parecían de juguete a lo lejos; el cielo azul hacía un contraste impresionante con el verde y amarillo de las montañas. Era todo totalmente surrealista, como pintado con óleo mágico con pinceladas que se encogían, se expandían, se desvanecían y volvían a aparecer en otro lado.
Cuando llegamos a las cataratas, se sentía mucha pesadez, no estaba seguro si era por la altura o por los hongos revolviéndose en mi estómago. Había mucha visita de turistas y estar cerca a otras personas no se sentía muy bien. Nos acomodamos en una roca grande y plana y comenzamos a hablar sobre nuestra existencia. Hasta hace poco, para tener temas que me sirvieran como proyectos de la universidad, había estado leyendo sobre el gran desastre que la humanidad estaba causando en el mundo, y en ese momento temía que mi «viaje» se enfocara en eso, aumentando mi repudio por las personas que solo se encargan de arrasar con el medio ambiente y matar otros seres, pero felizmente aún tenía control sobre mis pensamientos y supe encaminar mi introspección. Cuando cerraba los ojos podía ver coloridos patrones geométricos en 2D, eso fue una señal que la dosis era entre baja y regular, o también podía significar que los efectos no eran tan visuales como en otras ocasiones que las alucinaciones se vuelven 3D y comienzan a invadir la realidad de forma incontrolable.
En algunas ocasiones que he consumido hongos hay una fase a la que le llamo «momento de sanación», pues, de alguna manera, se puede percibir con total seguridad que uno tiene el poder de curar, o de pedir para curar. Funciona con los ojos cerrados y va de la mano con los fractales que aparecen junto con pensamientos. En ese momento, junto a la catarata, recostado en una roca, pude sentir que entraba en esa fase, que era capaz de pedir para sanar por medio de dimensiones psicodélicas metafísicas. Pedí por mi mamá, que últimamente había estado enferma, pedí por mi familia y por mis amistades, aún sin saber si tenían algo malo, solo pedí por su bienestar. En ese momento mi amigo, acostado a mi lado, me dijo de forma repentina: «La familia es lo más importante». Y con esas palabras todas las alucinaciones se convirtieron en momentos con mi familia, en recuerdos de mi infancia, en los cuidados y el cariño que mis padres me dieron; y me vi en el presente, en los últimos meses, a mí mismo, aislado de mi familia, concentrado en cosas sin importancia, perdiendo esos momentos que hacen tan importantes el hecho de vivir: Compartir. Una súbita ola de tristeza salió desde muy dentro de mí y se manifestó con un nudo en la garganta que finalmente surgió como lágrimas. Me di cuenta de lo mucho que me había apartado del cariño de mis padres, de lo indiferente que era estando en casa. Como si mi familia fueran solo inquilinos que comparten un espacio. Y no solo ellos. Vi a mis mascotas, a mi gata, pidiendo cariño, maullando para que la cargue. Fui consciente de esas pequeñas muestras de amor que se perdían por estar sumergido en la tecnología. Entré en consciencia de que la vida me pasaba por delante mientras yo le dedicaba tiempo a una pantalla. Lloré y sentí un tremendo deseo de abrazar a toda mi familia en ese mismo instante, de cargar a mi gata y jugar con mis perros. Lloré, y con esas lágrimas me liberé. Me desahogué de todo ese tiempo que tenía ese sentimiento reprimido.
El sol se ocultaba tras las rocas de la catarata y la sombra comenzaba a ponerse fría. Nos levantamos y caminamos de regreso al pueblo. Me sentía muy bien de haber soltado todo eso que tenía guardado. Mi amigo me iba contando sus miedos e inseguridades y yo lo escuchaba con interés. Vimos las montañas coloridas en el horizonte y me sentí agradecido de poder estar ahí, de poder ver esa maravilla natural. Nuestra existencia, de repente, había cobrado más sentido. Luego de estar hablando del sentido de la vida, de pronto todo estaba claro. Éramos como el observador en el experimento de la rendija. Nuestra consciencia en la existencia era necesaria para poder contemplarla. Éramos, en ese momento, la consciencia del universo, el universo descubriéndose a sí mismo a través de nosotros. Aún si en millones de años ya no existiéramos, esa fracción de tiempo en la que estábamos, en la que existíamos como humanidad, se mantendría viva en un universo tetradimensional, como un registro que pudiera recuperarse, como un libro perdido que pudiera ser encontrado y vuelto a leer.
Seguían pasando carros por el camino, y con la vulnerabilidad que sentía en ese instante y los sentidos a mil, la tierra y el polvo que se levantaba en el aire comenzaban a enfermarme. Mi estómago se sentía raro y esa sensación pronto se convirtió en náusea. Me aguanté en todo momento. Aunque sabía que si vomitaba me sentiría mejor, no quise hacerlo. Pensaba que los efectos ya habían pasado cuando salimos de las cataratas, pero nuevamente comenzaba otra subida mientras caminábamos de regreso. Trataba de mantener la compostura mientras escuchaba a mi amigo hablar sobre temas que trataba de entender, pero cada vez me sentía peor. Realmente quería vomitar.
Cuando llegamos al pueblo, me recosté en el pasto de un restaurante campestre e intenté concentrarme en los fractales que seguían apareciendo a ojos cerrados para olvidar el malestar que sentía. Estaba a punto de quedarme dormido hasta que la amable señora que atendía en el restaurante nos ofreció un té de hierbas. Fue una invitación, sin fines monetarios, de pura bondad. Fue algo tremendo aquello. El té me curó el malestar a los minutos y los últimos vestigios de los hongos se desaparecieron cuando el sol se ocultaba tras las montañas, dejándonos con sombra fría.
Estaba listo para irme, agradecido, complacido y feliz de haber tenido esa experiencia. A pesar del malestar que sentí al final del viaje, aprendí mucho sobre mí. Volví a conocerme como cada vez que hago terapia con los hongos. Al volver solo tenía algo muy en claro: La familia es lo más importante y la bondad y el cariño se dan de manera incondicional.
— Ilustración de Jonathan Solter —